Harina, agua, leche, aceite y azúcar… Entre esos cinco
ingredientes comenzaban las mañanas de domingo en mi casa, esa casa de locos en
la que vivían ocho hermanos, una madre, un padre y, a temporadas, una abuela.
Harina, agua, leche, aceite y azúcar… Mientras mi madre
nos preparaba el desayuno (un torrezno por persona), mi padre ya llevaba desde
las cuatro de la mañana con las manos en la masa que formaba con esos
ingredientes. Tenía que madrugar si quería tenerlo todo preparado para, a
primera hora de la tarde, bajar con su arquilla, o su carro, a la plaza a
vender sus inolvidables barquillos en la puerta del cine.
Pero, como muchos recordaréis, no sólo barquillos. En el
horno también se preparaban deliciosas alicias, rosquillas, hojaldres, tortas
de aceite, tortas de leche, borrachos, magdalenas, obleas, trenzas, almendras
garrapiñadas…. Y, para los más pequeños, pistones, petardos, cigarrillos de
anís, palotes y, cómo no, caramelos.
Con ocho niños en casa y estas tentaciones, imagino que os
preguntaréis cómo nos resistíamos a asaltar la despensa y acabar con todo. No
lo hacíamos. Aunque mi padre nos ponía trabas y trampas, siempre acabábamos
consiguiendo llegar hasta los caramelos de solano. Tanto que mi hermano Goyo
perdió todas las muelas por sobredosis de azúcar.
Y cómo no meter el dedo en la masa cuando se acercaban las
fiestas de octubre y mi padre se pasaba 15 días haciendo barquillos y otros
dulces sin parar. Tenía cuatro planchas, tres grandes y una pequeña, y todos
echábamos una mano, ya fuera tostando los barquillos, batiendo huevos con
azúcar, removiendo la pasta con un palo, llevando leche o vendiendo en la plaza,
en La Botería
por ser una fecha especial. Durante esos días se compraban alrededor de 5.000
barquillos y unas 3.000 alicias. Y, con este éxito, no es extraño que muy
pronto empezase a recorrer todos los pueblos de la comarca, cargado con sus
dulces. Arauzo, Espejón, Quintanarraya, Mamolar… Siempre con alguno de sus
hijos.
Qué bien aprendimos el funcionamiento del negocio y qué
bien nos vino para cuando mi padre, por motivos económicos, tuvo que dejar
Huerta para trabajar en Salas o Castrourdiales. Entonces nos encargábamos
nosotros de seguir vendiendo en la plaza de nuestro pueblo. Eso sí, que no se
nos ocurriera comernos un caramelo, ya que mi madre, al volver a casa, contaba
todos los productos y todas las monedas. Y si no salían las cuentas… Prepárate!
Incluso cuando Síndul, mi hermano mayor, se fue a vivir a
Madrid y puso en marcha una panadería, continuaba vendiendo las magdalenas de
nuestro padre. Entonces no existían los servicios de mensajería y las enviaba
desde Huerta en el Navarro. Las vecinas de Tetuán se las quitaban de las manos.
Nunca vi descansar a mi padre. Cuando no era fin de semana
o fiesta y hacía sus dulces, era día de diario y trabajaba en el monte o en la
mina de yeso. Nunca paraba y todo lo hacía él, incluso los moldes de las pastas
o las bandejas del horno, que fabricaba con aquellas latas tan grandes de
tomate que había entonces.
Me gustaría retroceder en el tiempo y que mañana fuera
domingo. Despertarme y que la casa oliera a dulce, que me mandaran batir huevos
o tostar barquillos y, cómo no, robar caramelos sin que nadie se diera cuenta.
Ana Isabel Cámara Ortego; "ANABEL"